De niños, cuando mis hermanos y yo veíamos a nuestro padre en el trabajo, pensábamos que era una especie de superhéroe. Por supuesto, para hacer nuestro trabajo una vez, había que tener superpoderes, porque no había los equipos modernos que tenemos hoy en día y no se prestaba mucha atención a la seguridad. Lo veíamos haciendo malabares hábilmente por los tejados como un equilibrista, a alturas que, para nosotros, de apenas un metro de altura, parecían enormes. Los tres pensábamos lo mismo: «Cuando sea grande, quiero ser como mi padre. Seré hojalatero».
Pero en realidad no esperamos a crecer. Todos los días, después del colegio, corríamos directamente a casa y después de la tarea íbamos directamente al laboratorio para ver, observar... ¡ayudar cuando nos lo permitían! Allí había magia. O, por lo menos, ¡para nosotros la había! El trabajo del metal. Lo que inicialmente eran chapas normales se convirtieron en tuberías, canalones, partes de techos. ¡Formas geométricas perfectas y brillantes que mi padre y sus compañeros instalaban en cada casa! No hay mejor motivación que la fascinación para aprender un oficio.